Entre el ir y venir de gentes de mar que caracterizó al barrio de Triana a comienzos del siglo XVI, se encontrarían muchos de los 233 hombres que acompañaron a Magallanes en su viaje por el mundo. Crecida al amparo del río, con una visión privilegiada al hallarse enfrentada a la orilla del Puerto del Arenal, la marinera Triana sería la primera en acoger a los tripulantes que regresaron el 8 de septiembre de 1522. De hecho, una vez desembarcaron con la Victoria en el Muelle de las Mulas, Elcano y los otros 17 supervivientes se encaminaron en procesión a la iglesia del convento de la Victoria, situado en los terrenos del barrio, para postrarse y agradecer su vuelta a casa.
El pueblo, guardando respetuoso silencio, contempló a los tripulantes en su espectral procesión hacia la iglesia, descalzos y esqueléticos como iban, vistiendo túnicas blancas, con cirios encendidos. El mismo pueblo habría oído quizá que el barco iba cargado de ricas mercancías, las especias, más promesas en fin de prosperidad para los habitantes de la ciudad. Sin embargo, no solo riquezas materiales venían en el Victoria, también otras más intangibles y a su vez menos perecederas: era un barco cargado de nuevos conocimientos. No solo un descubrimiento geográfico concreto, una nueva ruta para llegar a las Islas de las Especias desde Occidente, sino todo un cambio en la concepción del mundo, de un planeta al que se le daba la vuelta de manera oficial por primera vez. El replanteamiento de la realidad es a nivel espacial, pero también a nivel temporal: el cronista y superviviente Antonio Pigafetta se sorprenderá de hecho cómo habían perdido un día por viajar siempre dirigiéndose al oeste. Las notas que en su diario registra Pigafetta sobre este fenómeno, serán motivo de inspiración, casi 35o años después, para Julio Verne a la hora de escribir sobre otra famosa vuelta al mundo, la que Phileas Fogg realizó en solo 80 días. Ilustraciones: Artefacto/ Arturo Redondo